jueves, 22 de mayo de 2008

CUENTUS INTERRUPTUS

Este es un relato basado en hechos reales que me llevaba rondando por la cabeza desde hacía tiempo. Como experimento le diré, amigo lector, que está escrito de una sentada, y que durante el tiempo que estuve sentado frente al ordenador fui interrumpido siete veces. Espero que lo disfrute... del tirón.


CUENTUS INTERRUPTUS

En pocos segundos el Mercury se despidió con una ventosidad oceánica. PLOOP. Se acabó. Emprendía de esta manera tan poco digna un viaje en vertical hacia el olvido, rodeado de crujidos, burbujas y algún que otro pez soñoliento. Ochocientas toneladas de madera y metal pasaban a engrosar las catastróficas estadísticas de naufragios en las latitudes más septentrionales de las rutas de comercio.

Poco después fueron apareciendo ante mí, como boyas humanas, cientos de cadáveres que señalaban el punto exacto de la catástrofe serpenteando sobre las olas.

Entonces contemplé horrorizado como aparecían las primeras aletas. Los más afortunados fueron los que habían muerto ahogados, convertidos ahora en cuerpos hinchados de mirada lechosa. Los marinos que aún luchaban por sus vidas gritaban y pataleaban con la esperanza de ahuyentar a las bestias, ignorando que lo único que conseguían así era azuzar aún más su voracidad. Los gritos y la espuma fueron disminuyendo a la misma velocidad a la que cielo y océano se unieron como en un cuadro de Malevitch.

Todo quedó de nuevo en calma, y en el silencio más atronador en la noche más estrellada del océano más plácido se oyó un rumor. Al principio pensé que sería la respiración de algún cetáceo que había emergido para respirar, pero al momento me di cuenta de que el sonido era demasiado rítmico. Chopchopchop. Cuando la luna se deshizo de la escuálida nube que le manchaba la cara en el mar se dibujó una silueta. ¡Un superviviente! Un afortunado tripulante había logrado subir al gran trozo de madera que se había desprendido de la fragata, y en estado de shock remaba con las manos en dirección indefinida, dejando vida y suerte en manos del caprichoso azar.

Inmediatamente me pregunté quién sería el náufrago. ¿El capitán? ¿El grasiento cocinero? ¿El joven grumete?

Estaba a punto de descubrirlo cuando algo saltó sobre mí. Más sorprendido que asustado dejé caer el libro bajo la suplicante mirada del perro.

Jodeeeer! ¿Qué quieres?

El perro me contestó con la mirada

-Me meo

-Acabo el capítulo y te saco

Soy de esas personas que no sólo hablan con su perro, sino que además le doy explicaciones, demostrando en cierta manera ser más animal que él.

De nuevo abrí el libro y busqué durante un buen rato el último párrafo leído mientras seguía dándole explicaciones al chucho.

-Me quedan tres páginas, las acabo y te saco

El confuso animal bajó del sofá y caminó torpemente hacia la puerta. Se sentó y me miró desde el fondo del pasillo. Me daba la última oportunidad. El perro era una piñata a punto de estallar, y yo debía darme prisa si quería evitar el desastre, así que acordándome de su (perra) madre me puse los zapatos y salimos a pasear, vencido de nuevo por el animal. Después de un paseo estándar; 10 minutos de abonar árboles, olisquear, espantar palomas y acosar hembras (el perro, no yo) llegamos a casa dispuestos a seguir cada uno con lo nuestro. El animal se durmió al momento en su rincón y yo me lancé sobre el sofá quitándome los zapatos sin usar las manos. Cogí de nuevo el libro para buscar al único superviviente del Mercury (nota mental: encontrar algo para marcar la página la próxima vez que me levante).

Durante horas el afortunado marino remaba con desesperanza y se dejaba llevar por las corrientes, consciente de sus pocas posibilidades. Durante dos días y dos noches sufrió las quemaduras del inclemente sol y las heladas noches del Pacífico. A ratos hablaba con sus compañeros caídos, incluso creyó ver a sus padres saludándole desde una lejana playa de arenas blancas y caprichosas palmeras. Sabía que en el momento en que abriese los ojos el sueño se esfumaría y de nuevo estaría rodeado de agua y soledad. Se dio cuenta de que algo no funcionaba bien. Sí, las corrientes lo mecían, el sol le quemaba, las olas le salpicaban de espuma, pero los ojos… ¡Tenía los ojos abiertos! ¡La playa era real! Sumergió la cabeza en el agua para despejarse, y al parpadear exageradamente para quitarse la sal confirmó que estaba a unas tres millas de lo que parecía un gran atolón. Pensó que llegaría antes a nado, pero al instante recordó el episodio del naufragio; aletas, dientes, sangre, gritos… así que calculó que la corriente le llevaría a pasar a una media milla de la costa, entonces remaría hasta ganar la playa. Mientras observaba el islote haciéndose cada vez más grande trató de recordar qué islas, islotes o tierra de cualquier tipo emergía en esa zona. Como simple marino no tenía acceso a las cartas náuticas, pero sabía que en la ruta del Mercury no había tierra habitada hasta llegado su destino, para lo que hubiesen faltado aún dos semanas. Decidió comenzar a remar antes de lo previsto, y lo hizo con la desesperación de quien se sabe salvado, y con una energía que durante dos días había escondido en algún rincón de su alma llegó a hacer pie en la desconocida isla. Con un último esfuerzo sacó del agua el gran pedazo de madera que le había salvado la vida, tal vez por motivos sentimentales, o tal vez porque había oído cientos de historias de caníbales que vivían en aquellas latitudes. Antes de poder estrellarse contra la cálida arena para descansar vio algo que le dejó inmóvil. A unas yardas de él un bote descansaba en la playa, atado a un poste clavado al suelo. Arrastrando los pies y jadeando se fue acercando a la pequeña embarcación, desde la que partían unas huellas que se adentraban en

¡MIERDA! El teléfono estaba gritando desde la otra habitación. Siempre he sabido que tengo un cromosoma que hace que tenga que coger todas las llamadas… pase lo que pase y haga lo que haga, así que dejé el libro abierto boca abajo sobre el sofá y fui a coger el dichoso aparato.

-¿Sí? Hola mamá… no hacía nada…

Al instante comprendí que había metido la pata; “no hacía nada” suponía abrir la veda a las explicaciones, quejas, ruegos y preguntas de una madre preocupada: que no vienes a verme, que tu padre como siempre, que he hecho unas lentejas buenísimas, que si el hijo de la vecina se casa, que si he discutido con tu hermano…

Diez minutos después y una firme promesa de pasar por casa de mis padres al día siguiente bastaron para lograr mi libertad y poder retomar la lectura, aunque esta vez me llevé el teléfono… por si acaso. Antes de retomar la última página hice un rápido repaso del entorno. Perro: durmiendo, vejiga: vacía, hambre o sed: nada de nada. Todo correcto, proseguí con la lectura.

Las huellas se adentraban en la espesa maleza que comenzaba a escasos pies de la orilla. Lo primero que hizo fue inspeccionar el bote en busca de vida humana y ante todo agua. Si no se hidrataba pronto no tardaría en caer desmayado, y entonces sí que sería el fin. Comenzó a caminar entre la vegetación tratando de no pensar en el hambre, la sed, las bestias salvajes o los caníbales. La suerte había subido con él a su improvisada barca, y con él habría desembarcado en aquél remoto lugar. Sin saber hacia donde se dirigía siguió una senda despejada por el dueño o los dueños del bote. Durante horas el único sonido que escuchó fueron los pájaros que callaban a su paso y los quejidos de unos pequeños monos que le siguieron un buen rato desde las copas de los árboles. Al llegar a un recodo se encontró con una gran piedra que marcaba el final de la senda ¿Y ahora qué? Las señales que seguía acababan en ese punto. Sus predecesores se habían esfumado. Desesperado pensó en sus posibilidades; volver a la playa, seguir entre la maleza, tratar de encontrar un punto más alto… Un grito ahogado a poca distancia le hizo estremecer, había sido a pocos

¡HOSTIA! ¿Ahora qué? No esperaba visitas, nunca las espero, pero alguien llamaba a la puerta. Antes de poder levantarme el perro saltó de su camastro y se plantó delante. Ante estos casos ya sé lo que me voy a encontrar al otro lado: un vecino pesado o un vendedor aún más pesado. Ante mí dos señoras de avanzada edad me informaban de la llegada del Señor y me ofrecían la salvación eterna a cambio de una suscripción a no sé qué publicación.

-Oiga, de verdad que no me interesa, pero en el piso de arriba seguro que les encantará (¡Hala! Os jodéis por mover muebles a las tantas de la noche).

La señora no se daba por vencida, decidida a salvar mi alma.

-Joven, solo ha de leer esta… -no le dejé acabar

-¡Si es lo que intento; Leer tranquilo! Buenas tardes.

Si he hecho algo para ganarme el infierno, esto seguro que lo ratifica, pero estoy convencido de que hasta allí abajo llegan los del Círculo de Lectores para intentar venderle al demonio una suscripción.

El grito había sido a pocos pasos, al otro lado de la gran roca. A pesar de que al desdichado marino le costaba pensar por el cansancio y la deshidratación supo que no debía mostrarse hasta saber a quién seguía. Escuchó durante largo rato, y cuando los pájaros volvieron a cantar decidió salir de su escondite. La roca era lisa y medía unos doce pies de altura, por lo que era imposible escalarla, así que trataría de rodearla. Con sorpresa observó que en el lugar donde acababa la senda alguien había abierto un minúsculo camino a ras de suelo. Tal vez fuera el escondrijo de un jabalí. Miedo y hambre se unieron en un solo pensamiento. Recordó la última vez que había comido carne de jabalí. Fue justo antes de irse de casa para recorrer mundo, buscando algún navío en el que alistarse. Expulsando aquellos recuerdos se agachó y comenzó a arrastrarse lentamente. –Demasiado pequeño para un jabalí- pensó. En ese momento escuchó horrorizado como algo o alguien se arrastraba justo enfrente y se dirigía hacia él a toda prisa. Lo único que pudo hacer fue

¡JOOOOODEEEEER! Otra vez el teléfono, aunque esta vez lo tenía al lado.

-¿Sí? Dime mamá.... Vaaaaaaleee te llevaré la Tupper… No te he contestado mal… Es que estoy liado… vaaaaaleeee… que siiiiiii… hasta mañana.

Aquello empezaba a ser frustrante.

Lo único que pudo hacer fue quedarse inmóvil y esperar. De entre las ramas y raíces apareció un hombre braceando desesperadamente. Ambos toparon y se quedaron aterrorizados mirándose a los ojos. Los dos estaban sucios, esqueléticos y asustados, pero uno parecía más desesperado.

-Si aprecias tu vida da la vuelta y corre.

Viendo la mirada de aquel personaje, el marino reculó sin hacer preguntas.

-¡Corre más! ¡Ya llegan! ¡Están aquí!

Ambos salieron de nuevo a la senda, se pusieron de pie y corrieron hacia la playa sin

¡AAAAAAHHHH! No me lo puedo creer; ahora el interfono. Y mi maldito cromosoma diciendo “cógelo, puede ser importante”.

-¿Sí?

-Correo comercial

La madre que lo …

corrieron hacia la playa sin mirar atrás. En un momento de la carrera el marino oyó a su compañero una exclamación de dolor. Yacía en el suelo con las manos extendidas hacia él.

-Ayúdame

El marino dio la vuelta y lo agarró de las manos en el momento en que una lanza atravesaba el cuello del misterioso hombre

¡BASTAAAAAAAA! Otra vez la puerta. El del supuesto correo comercial era un tipo intentando venderme una instalación de gas. En el mismo momento que le estaba enviando educadamente a la mierda bajaron las dos beatas-salva almas. Supongo que el vecino de arriba les había echado a patadas, porque me miró primero a mí y luego al del gas.

-No se esfuerce, este joven no se interesa por nada

-No, si yo solo vengo a informar de una promoción

-¿Y no le interesa saber que Cristo Redentor va a llegar?

-Bueno, yo es que ahora estoy trabajando

Con esta interesante conversación les dejé fuera con un portazo, mientras el perro saltaba como un loco por toda la casa.

Volví al sofá, respiré hondo y me planté el libro a dos palmos de la cara. A esas alturas en la escalera se había formado un interesante coloquio sobre la conveniencia de un buen sistema de calefacción y sobre el juicio final que estaba cada vez más próximo.

El marino, sabiéndose perdido, decidió ocultarse entre la maleza junto a la senda, comprendiendo que una vez en la playa estaría a merced de sus perseguidores.

¡DINGDONG! Desde el otro lado de la puerta alguien llamaba insistentemente. ¡DINGDONG! –¡Disculpe! Que me he dejado dentro el folleto de la promoción

-Pues me da igual- Fui acercándome el libro a la cara

¡RIIIIIING! El teléfono. Seguro que volvía a ser mi madre. Mi nariz ya tocaba el papel, me tapé la cara con el libro.

¡MEEEEEEEC! El interfono. Apreté las cubiertas contra mis oídos, tratando de no oír nada. Estaba tan apretado que podía ver los poros de las hojas, las imperfecciones de algunas letras, olía a fibra y tinta.

¡TOCTOCTOC! -¡Oiga, el folleto!

¡TOCTOCTOC! –Déjelo, Nuestro señor le castigará

Cerré los ojos, hundí la cara en el libro y grité.

Todo quedó en silencio. Lentamente volví a abrir los ojos para verme rodeado de un intenso y blanco resplandor. No había vecinos, ni teléfono, ni ruidos ni perro. Me encontré entre “el” y “camino”, y más allá cientos de palabras a las que fui saltando de una en una, sin interrupciones. Y al acabar la página pude escabullirme a la siguiente, sin miedo de ser interrumpido de nuevo. La intriga, el desespero o la locura me habían metido dentro del libro. Y ahora vivo feliz entre letras. Cuando dejo de leer descanso sobre una “T” mayúscula, me acurruco en cualquier “O” y si quiero estirar las piernas camino entre párrafos. Vivo esperando que alguien abra el libro y entre aquí conmigo; y algún día, cuando todo esté en silencio, seré yo quien saldrá.

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