miércoles, 31 de octubre de 2007

Detrás de cada hombre

Después de un tiempo de abandono hacia usted, olvidado lector, me decido a narrarle un relato en el que vengo ocupando parte de mi tiempo (que espero bien empleado). El título: Detrás de cada hombre. El argumento: Léalo usted mismo. Llegados a este punto tan solo aclarar que no es en absoluto autobiográfico (tranquila, señora de ignorante, no es lo que parece). Espero que lo disfruten leyendo la mitad de lo que yo disfruté escribiéndolo.

Detrás de cada hombre

Camino del psicoanalista me pregunto si mi teoría será cierta, si toda mi vida habrá girado en torno a las mujeres con las que he mantenido relaciones más o menos sentimentales.
No sabría decir con cuántas mujeres he estado, ¿o tal vez sí?
Veamos, perdí mi inocencia (y algo más) con Carla, mi profesora de refuerzo de matemáticas. Carla era solo un año mayor que yo, pero su educación y su habilidad con los números hacían que las madres se pelearan por contratarla, y sus otras habilidades hacían que los alumnos se murieran por tenerla como tutora. Yo era un alumno mediocre con predilección por asignaturas más bien de letras, por lo que mi madre me amenazó con ponerme un tutor de matemáticas si no mejoraba. Con esta amenaza no solo no mejoré, sino que mis notas cayeron fulminadas como parte de un plan por compartir tardes con la famosa Carla. Las dos primeras clases (martes y jueves a las 6 de la tarde) fueron decepcionantes; variaciones, permutaciones, raíces cuadradas… Pero a la segunda semana Carla aplicó su Plan Especial de Educación, basado en los incentivos por progreso. Cada vez que resolvía un problema me dejaba darle un beso; casto al principio, después en los labios, y finalmente tuve mi primer beso con lengua gracias a dos trenes que salían de no sé qué pueblos a no sé que velocidad. A partir de ahí todo fue a más, comenzamos con el apasionante mundo de la trigonometría. Puesto que el temario era más duro los incentivos debían ser mayores, así que en unas pocas clases dominé cosenos y senos como si formaran parte de mi vida, y poco más tarde ¡Ah! “A” unión “B”, ecuaciones donde el valor de “X” e “Y” no importaba mientras estuviesen en el mismo lado de la ecuación. A pesar de mi evolución procuraba seguir sacando notas mediocres en el colegio, por miedo a que mis padres despidieran a Carla. Todo acabó cuando me anunció que tenía otro alumno que la necesitaba más que yo, así que de un día para otro aprendí que yo era un cateto… y ella una hipotenusa.
A pesar de todo le debo mucho a Carla; no sólo mi amor por los números, sino la reputación que me dio el haber compartido tantas tardes con ella. Aunque también aquella primera experiencia dejó dentro de mí la necesidad que hoy me lleva a psicoanalizarme, y es que mientras los demás adolescentes ardían por un par de buenas tetas, yo buscaba sacar otros provechos de mis relaciones: aprender de las mujeres, buscar mujeres especiales, capaces de satisfacer mi curiosidad intelectual (y sí, también la física). Comprenderlas para comprenderme ¿Comprendéis?

Verónica era una feminista radical. La conocí mientras huía (ella) de la policía, que la perseguía por participar en una manifestación ilegal en favor de la castración masculina preventiva (o algo así). Para despistar a los antidisturbios se cogió del brazo del primer hombre que encontró, que por supuesto era un servidor haciendo cola en el cine. En un primer momento me pregunté si era muy consecuente servirse de un hombre en aquella situación, pero me gustó la idea de acceder a los pensamientos más combativos de la mujer. Pasé días escuchando a Verónica mientras me hablaba de la opresión masculina, la revolución sexual, las injusticias históricas hacia la mujer y tantos temas que yo desconocía. Alguna vez (incauto de mí) se me ocurrió aportar mi punto de vista, pero el ataque inmediato y rubicundo del que fui víctima me aleccionó de por vida. La primera (y única) vez que estuvimos a punto de tener sexo pensé que, igual que en nuestras conversaciones (sus monólogos), ella llevaría el bastón de mando. En serio, me la imaginé con un bastón mientras me azotaba para redimir los pecados de miles de años de opresión. El caso es que en cuanto entré en su casa me encontré con el museo del pene. Cuadros de penes, fotografías de penes, pinturas de penes, dibujos de penes, penes con penes. Ella alegó que era para no olvidar la sociedad falocrática que ahoga a las mujeres y bla bla bla. Al llegar a la cama se transformó en otra mujer; su fiereza se evaporó y convirtió en sumisión, la combatividad y recelo hacia el sexo opuesto se convirtieron en culpabilidad por ceder su cuerpo al opresor, por anteponer sus necesidades a sus valores. Se sentía sucia, quería ser insultada por su falta de voluntad, quería ser abofeteada, lo merecía. Yo, que jamás he tenido ganas ni necesidad de vejar a nadie la dejé llorando en la cama suplicando ser tratada como un gusano, o una gusana…

Elena era monitora de fitness en el gimnasio donde yo no solía ir. Durante semanas la observé pensando en cómo acercarme a ella. Me volvían loco sus abdominales de hierro, su espalda de gladiadora y su piel bronceada de rayos UVA . El caso es que me decidí y le pregunté alguna nimiedad, y a partir de ahí comenzamos una relación entrenadora-torturado. Afortunado de mí, pensé que a la chica le iban los retos difíciles. Cada día nos veíamos a las 7 de la mañana, corríamos una hora, más otra hora de pesas, unos largos en la piscina y al llegar a casa veíamos la tele mientras pedaleábamos en bicicletas estáticas. Su casa parecía una sala de torturas de la inquisición: máquinas, cuerdas, pesas… y en las paredes colgaban cuadros de hombres y mujeres apolíneos y semidesnudos. Aguanté todo aquello hasta que me convertí en un Adonis, un David de Miguel Ángel, un hombre Hercúleo, un anuncio de after shave. Era la envidia de todo hombre y el sueño de toda mujer. Pero el precio fue demasiado alto: dejé el alcohol, el tabaco, la carne poco hecha, los dulces… en fin, los pequeños vicios que le hacen a uno la vida más llevadera. En mi desértica nevera nada más que soja, lechuga, algas y batidos de todo tipo. Una noche, despertado por los quejidos de mi estómago, decidí salir a correr… y seguí corriendo.

Mi humor y mi aspecto cambiaron por completo con Julia, la prima de mi amigo Alberto recién llegada del pueblo. En aquel entonces yo compartía piso con Alberto, y como nos sobraba una habitación instalamos allí a la chica, que pronto se convirtió en nuestra madre y asistenta. Se dedicaba a limpiar la casa, comprar y cocinar como no había visto jamás. Guisos, carnes rojas, patatas, ni una sola hoja de lechuga, y unos postres… Flanes, pasteles, arroz con leche… después de mi aventura con Elena me enamoré perdidamente de aquella Maruja. En solo un mes perdí mi figura atlética y volví a saludarme cada mañana frente al espejo. Pronto me extrañó que Julia no buscase trabajo, o amigas. En esa etapa en la que dos enamorados se sinceran diciendo lo que el otro quiere oír me explicó que ella quería casarse, tener dos hijos, criarlos, aceptar que yo tuviese amigas, mientras la sacase de vez en cuando a cenar y para nuestros aniversarios un viajecito a la sierra. Yo no estaba preparado para tanta sumisión y monotonía, así que le dije adiós… después de cenar.

Con Celia estuve muy poco tiempo. Ella quería llegar virgen al matrimonio. Curiosamente fue la única con quien nunca pensé en casarme.

Con Tania, nadadora olímpica, esperaba poder hacer realidad una fantasía: hacerlo en el agua. Traumatizado todavía por mi relación con la monitora del gimnasio decidí tomármelo con calma, y cuando comprobé que no estaba chiflada me tiré de cabeza (literalmente). Resultó que a Tania le dejaban las llaves de las instalaciones para que entrenase a cualquier hora, de manera que una noche entramos como ratones dispuestos a nadar en una sopa de lujuria. La escena no podía ser más sugerente. Yo la esperaba en un lado de la gran piscina y ella, desde el lado opuesto, dejó caer su albornoz y se lanzó al agua con un estilo insuperable. El ruido del agua rebotó en las paredes y el techo distorsionándose, haciéndolo todo más irreal. Tania llegó hasta mí buceando y me rodeó con sus piernas. Todo era perfecto, hasta que la sirenita se fue apasionando más y más, y al mismo tiempo yo me hundía más y más bajo sus movimientos de amazona acuática. Traté de zafarme de su abrazo, pero las piernas se habían convertido en tenazas, y el poco aire que me quedaba en los pulmones desapareció bajo la presión de su ardor. Lo siguiente que recuerdo es despertarme tosiendo y ver a una Tania enrojecida por el miedo y el placer. Cuando recuperé el control de mi cuerpo cogimos nuestra ropa y nos despedimos con un gesto. Desde entonces le tengo pánico al agua.

Tal vez por la mi experiencia cercana a la muerte o por todo el cloro que tragué aquella noche mi cuerpo pareció quejarse de tantos y tantos excesos. Por eso (y porque lo pagaba la mutua) decidí hacerme un chequeo completo. En la clínica conocí a Sonia. Todo fue muy rápido, aunque no indoloro, y es que cuando alguien te mete un tubo de dos metros por el culo enseguida se rompe el hielo. Sonia era enfermera, y siento decir que, igual que con Tania, un nuevo mito que se va al traste. Nada de medias blancas y bata corta, nada de agacharse para recoger el termómetro, nada de tratamientos de choque para salvarme la vida, nada de nada. Era una mujer aséptica: zapatillas ortopédicas, olor a formol, pelo recogido… Eso sí, estaba obsesionada con las posturas, pero no en la cama. –siéntate bien, pon la espalda recta, camina erguido…- menos mal que no me pidió que hiciese natación… Su casa siempre estaba perfecta, tenía la nevera empapelada con notas y horarios inverosímiles: a las 21:00 cenamos, 21:45 copa en el sofá y preliminares, 22:10 a la habitación, 23:00 (o antes) dormir, que mañana tengo turno doble. Todo acabó el día que fui a coger un yogur de la nevera y leí el plan del día: 17:30: Romper con Juan.

Y todas estas mujeres (más alguna que habré olvidado voluntariamente) me han traído de la mano hasta aquí, la consulta del psicólogo. Necesito desengancharme de este mono cruel que me produce no depender de una maestra, una castradora, una torturadora, una maruja, una amazona o una férrea Rottenmeyer.

-Buenos días, tengo hora con el doctor Daniel Arroyo.
-Pase a la sala de espera, la doctora Royo le atenderá en seguida.

miércoles, 10 de octubre de 2007

Tempus Fugit

Le diré, ocupado lector, que cada cierto tiempo este ignorante trata de rehacer su vida. Como una nochevieja cualquiera formulo una serie de buenos propósitos que con firmeza pero sin demasiada confianza trato de llevar a cabo. No son grandes hazañas, ni luchar por la consecución de sueños de infancia (y juventud). No se trata de tirarme en paracaídas ni viajar, nada de eso. Sencillamente trato de reorganizar mi tiempo para hacer esas cosas cotidianas que supuestamente aportan calidad de vida en una existencia sencilla como la de su amigo el Ignorante.
Todo comienza con levantarme algo antes (les diré que duermo las preceptivas 8 horas, incluso algo menos, y sin siesta). Me convenzo para escribir unas lineas, y es importante no olvidarnos de la salud: ¿yo no estaba apuntado a un gimnasio?, sí, creo que sí; pues me planteo el volver una horita cada día. Estas simples variaciones, unidas y encajadas a fuerza de mortero con el trabajo, las tareas domésticas, la vida familiar, -Nene, que no vienes nunca a verme, que te olvidas de tus padres, que tengo unas croquetas bueniiiiiiisimas...- son los únicos cambios que pretendo introducir en mis quehaceres diarios.
Es en este momento cuando debo decirle a usted, presuroso lector, que estas reflexiones y quebraderos de cabeza (comeduras de olla, que se dice), surgen cuando su amigo el Ignorante tiene demasiado tiempo libre, y se preocupa en pensar qué cosas hacer con su tiempo, en vez de emplearlo para hacerlas. Pero cuando con resolución adelanto el despertador y preparo la bolsa de deporte para el día sigiente algo pasa sin remedio: una llamada, un cambio de planes, trabajo, comer con un amigo, se estropea la lavadora... y algo tan sencillo como un cambio de horario se convierte en un -¡AH, NO!, para hacerlo con prisas no lo hago- y de nuevo el despertador da una tregua, la bolsa hiberna en el armario y la hoja queda en blanco. ¿Será que prefiero pensar que hacer? Perder el tiempo es perder la vida (con perdón), pero no encontrar tiempo para perder no es mucho mejor.
Sobre el tiempo he de decirles algo muy importante... pero en otro momento, ahora tengo prisa...
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