jueves, 24 de enero de 2008

¿Por qué?

¿Por qué las mujeres creen que los hombres somos libros de instrucciones?
-Pon en marcha esto... ¿Cómo se programa aquello?... ¿Cómo se hacía lo otro?
¿Y por qué los hombres cuando vemos a la mujer leyendo un libro de instrucciones insistimos en explicarlo nosotros?
-Deja deja, que yo te lo explicaré mejor, conmigo lo entenderás enseguida y más rápido.
No hay quien nos entienda... A NADIE

sábado, 19 de enero de 2008

Los suburbios del alma (III)

UUUhhhhg

FFfffGGggg
aaa
aaaaaH

¡Qué duro está el asfalto!
No sé si estoy boca arriba o boca abajo, pero algo me presiona con fuerza contra el suelo y no siento el brazo izquierdo.
No oigo nada, y de momento prefiero no abrir los ojos.
He estado a punto de morir y no he visto pasar toda mi vida ante mis ojos como una película... ni siquiera una mala fotografía en blanco y negro.
¡Joder! El que podría haber sido mi último pensamiento ha sido para alegrarme de llevar unas bragas bonitas, porque de aquí me voy directa al hospital. ¡Seré idiota! no he pensado en mis padres o en mis amigos, ni en Artus...
¡Artus! ¿Dónde está? ¿Está bien? Sólo recuerdo que salió despedido antes que yo.
¡AAAAhhh! no puedo moverme, pero creo que alguien está apartando lo que sea que me aplasta. ¡Es Artus!. No le oigo, pero siento sus caricias... él está bien. Creo que lloro por eso, o porque tengo los ojos abiertos pero no puedo verle.

Los suburbios del alma (II)

Débil llama la que ciega mis ojos
mientras tu rostro borroso se burla tras el cristal
y unos dedos interrogan mi piel “¿Quién eres?”
Soy la parte de mí que hay en ti.

Niños que crecimos demasiado deprisa
con juegos prohibidos junto a las vías
víctimas del voraz dios del tiempo
en perpetuo desenfreno.

Precipitados a un futuro incierto
el día que el mundo,
cómplice de la indiferencia,
decidió dejar de girar para nosotros.

Raíles de una misma vía
pagamos caro nuestro pasaje
condenados a existir sin tocarnos
tras una orgía de excesos sin culpa.

Inmóviles, fingimos ser invisibles
viendo pasar la vida a toda prisa
y al final del túnel un aliento de esperanza
al fin una existencia sin fronteras.

Los suburbios del alma (I)

¿Cómo puede un hombre saber cuándo ha tocado fondo? ¿Cómo decidir si es posible ahogarse un poco más en la inmundicia en la que él mismo se ha adentrado sin haber comprobado antes la profundidad?

Tales pensamientos martilleaban la cabeza del joven mientras trataba de enfocar cada elemento de la habitación. Sabía que se encontraba en un hotel, que había llegado a la ciudad la tarde anterior para acudir al simposio anual de la empresa, y que después de la cena había salido a tomar unas copas, pero eso era todo. A partir de ahí todo estaba borroso. Se fijó en el cuadro torcido de la pared, el televisor encendido aunque mudo, en la silla tumbada y en los papeles que cubrían el suelo como una alfombra persa de tinta negra. ¿Papeles? ¿Eran todos sus documentos los que estaban esparcidos por toda la habitación? El maletín abierto boca abajo sobre la mesa así lo presagiaba. Lo primero que pensó fue que le habían atacado, o robado. Pero ¿Qué esperaban encontrar? ¿Se habían llevado algo? ¿Sus informes? Había tardado meses en seleccionar, ordenar y documentar todos los datos que representarían el buen funcionamiento de la empresa frente a los inversores.
Aquello era grave, muy grave. Pero entonces, ¿por qué no le importaba? ¿Cómo podía ser que hasta le hiciese gracia aquel desastre? Lo comprendió al fijarse en los restos de polvo blanco que cubrían el maletín. ¿Drogas? Creía que ya había superado esa fase. ¿Qué podría haberle impulsado a hacer algo así? Un destello, más bien un mazazo de realidad le mostró una instantánea de la noche anterior. Un vestido negro, una melena pelirroja, un tatuaje en el tobillo. ¡Aquella mujer! Miró a su lado, pero la única prueba de su particular fiesta eran las sábanas revueltas y los restos del perfume que inundaban la almohada.
Decidió que aprovecharía el efecto de lo que se hubiese tomado, puesto que el daño ya estaba hecho, y que aquella forzada tranquilidad la emplearía en tratar de recordar qué había pasado durante la noche. Tomó una bocanada de aire y no lo expulsó hasta pasados unos segundos.

Lo último que recordaba era la cena en el centro de convenciones. Reconoció a alguien de su oficina. Ahí estaban los representantes provinciales de cada sucursal, unos cuantos gerentes y el vicepresidente, que disculpó la ausencia del gran jefe por motivos de salud, aunque todos en la sala intuían que la causa fuera más probablemente un fin de semana de esquí con la querida de turno. Todo transcurrió con normalidad, y al acabar alguien propuso salir a tomar unas copas “para relajarse después de tanta cifra”. En realidad lo único que le apetecía era volver al hotel, preparar la presentación del día siguiente y dormir todo lo que los nervios le permitiesen. Pero era en aquellos encuentros más informales donde podía conseguir una mayor información; contactos, clientes… cualquier cosa que justificase las dietas de aquellos días.
No habló con nadie en todo el trayecto, detestaba a aquella gente, pero estudió a cada una de aquellas personas, reconociendo enseguida al fanfarrón omnipresente en cada grupo de trabajo, al desesperado cuyo puesto pende de un hilo, fácilmente distinguible por la falta de sutileza a la hora de obtener información. Un par de mujeres jóvenes, aunque demasiado arregladas para su gusto, desplegaban todas sus armas con el mismo fin, bien cerca de aquellos que parecían tener unas cuentas de clientes más extensas. Aquel espectáculo le hizo pensar en una jauría de lobos hambrientos dispuestos a despedazarse por un pedazo de carne. Tales pensamientos ocupaban su mente cuando se vio dentro de un bar demasiado oscuro y con la música demasiado alta como para mantener cualquier tipo de conversación, y mucho menos laboral. Así que para no ser el primero en marcharse y parecer el agente aburrido que en realidad no era, decidió sentarse en el rincón más alejado de la barra, y como de costumbre pidió un Gin Tonic. Transcurridos unos veinte tediosos minutos que aprovechó para consultar su agenda, y justo antes de decidirse a abandonar aquel deplorable antro, alguien le tocó la espalda, y al girarse quedó mudo de asombro al observar la escultural mujer que se dirigía a él. Tardó aún unos segundos en reaccionar, y fingiendo una seguridad de la que en realidad carecía pronunció un “hola” que no le convenció en absoluto. La mujer movía los labios, pero la música impedía oír sus palabras, así que decidió levantarse y acercar su cara a aquella melena:
-Perdona, ¿Cómo dices?
La mujer se separó de él y con expresión de asombro se dirigió al camarero, a quien estaba hablando desde el principio.
Notó entonces como se ruborizaba, y decidió evitar el ridículo marchándose apresuradamente.
-Idiota, eres un auténtico idiota.- No dejaba de recriminarse.
Mientras esperaba un taxi no dejaba de dar patadas al semáforo. No quería estar allí, no quería ni el trabajo ni el traje al que no se acostumbraba.
-¡Oye!... ¡perdona!
Se resistía a creer que fuera la mujer del bar la que corriese hacia él. Como medida de protección frente a otro desengaño se dijo que tal vez quisiese sencillamente que le cediese el taxi, a lo que sin duda accedería.
Pero al llegar la mujer junto a él y mostrarle una sublime sonrisa, sus dudas se disiparon.
-Te has dejado esto- dijo tratando de recuperar el aliento y tendiéndole la agenda.
-Gracias – No se le ocurrió nada más que decir, aquella mujer le había hipnotizado por completo.

¿Qué había ocurrido después? No podía recordar nada, a cada instante la cara de la mujer aparecía más y más borrosa. ¿Cómo se llamaba? ¿De qué habían hablado?, y lo que es más importante… ¿qué habían hecho esa noche además de destrozar la habitación? Pensó que lo mejor sería darse una ducha y estudiar la situación. Al tratar de incorporarse todo comenzó a dar vueltas, sintió que los ojos se le cerraban y que las pocas fuerzas sobrantes de la intensa actividad nocturna le abandonaban. Se dobló con la primera arcada, y al fijar los ojos en el suelo pudo comprobar que realmente se lo había pasado bien aquella noche, como atestiguaban los tres preservativos amontonados sobre sus zapatillas.

Se tumbó de nuevo sobre la cama, con la vista clavada en el techo, mientras trataba de recordar algo, un solo detalle. Era imposible no recordar nada, todo aquel escenario apuntaba a una noche desenfrenada de alcohol, drogas y sexo con una desconocida. El desorden, las botellas, los condones, la ropa escampada en cada rincón. El sujetador de la mujer aún colgaba de la lámpara, y el resto de su ropa descansaba a jirones junto al televisor, en el que irónicamente una pareja hacía el amor como si en ello les fuera la vida.

De nuevo aquel mazazo de realidad. ¿Qué hora era? La televisión no emite ese tipo de contenidos por la mañana. Por otra parte ¿qué mujer huiría de una habitación de hotel sin su ropa? Le empezaba a doler la cabeza, así que decidió pensar rápido. Según su nublada lógica había dos opciones: o la mujer se había marchado disfrazada de hombre con la poca ropa que pudiera encontrar en el armario, o…

La siguiente opción le hizo sentir un escalofrío, porque pensó que tal vez la mujer siguiera en la habitación. Si era así solo podía estar en el aseo, cuya puerta no podía ver desde la cama. Contó hasta tres y cerrando los ojos se levantó poco a poco, y una vez seguro de que podía mantenerse en pie los abrió y se dirigió lentamente hasta la puerta. La encontró entreabierta y con la luz encendida. Sin atreverse a asomar la cabeza golpeó suavemente con los nudillos tres veces.
-¿Hola? – No hubo respuesta
-¿Hay alguien? – Silencio
Decidió entonces entrar, abriendo la puerta lentamente. Nadie, tan solo el rancio hedor a vómito mezclado con los restos de las botellas esparcidas, y de nuevo polvo blanco sobre el mármol. Un ligero mareo le obligó a salir de allí. Aquello era cada vez más raro. ¿Dónde estaba su reloj? ¿Cuánto tiempo había dormido? Desde aquel punto el estado de la habitación era aún más deplorable. Algunos papeles se le habían pegado en los pies desnudos. Las cortinas no dejaban pasar ni un rayo de luz. No sabía si era de día o de noche, así que se dispuso a abrirlas decidido a no sorprenderse ya por nada más. Pasó por delante de la cama y antes de alcanzar la ventana tropezó con algo que le hizo caer y golpearse la frente con la pared. Se llevó una mano a la cabeza mientras con la otra buscaba el objeto con el que había topado. El dolor despareció en el momento en que tocó una piel fría. Lentamente giró la cabeza y lo primero que vio fue el tatuaje, una rosa de los vientos, en el tobillo de la mujer con la que había compartido la noche y al parecer mucho más. El cuerpo yacía en el suelo junto a la cama, de lado, con los brazos extendidos hacia delante y la cara oculta por la desordenada melena. Se arrastró hasta ella y le apartó el pelo, para ver sus ojos en blanco, abiertos de par en par. Un leve hilo de sangre seca le unía la hermosa nariz con los labios, rodeados por una mancha de espuma que le otorgaba un aspecto extraño, casi cómico de no ser por el dramatismo de la situación. No necesitó tomarle el pulso. Se quedó en blanco, su cerebro se desconectó, impidiendo cualquier emoción, sencillamente dejó de sentir. Abrió las cortinas y comprobó que era de noche, ¿pero de qué día? No importaba. Se sentó en el borde de la cama y así estuvo durante lo que parecieron horas. No oyó el insistente teléfono, ni los pasos y las llamadas a la puerta. Vio entrar al gerente del hotel con tres personas más, cuyas caras se descompusieron al ver aquel lamentable espectáculo. Se dio cuenta de que estaba desnudo, pero no le importó. Cerró los ojos y se desmayó sobre la cama.

Sinusitis

- ¿Y lleva así tres días?
- Tres días doctor. Me levanté el martes… y hasta hoy
- Es extraño, realmente extraño
- No lo entiendo doctor, no bebo, jamás he tomado drogas
- ¿Hay antecedentes familiares?
- No hasta donde yo sé. Tenía un tío medio loco, pero nada parecido a lo mío
- Esto se escapa a mis conocimientos. Voy a recetarle algo para calmarle, pero deberá visitar al psicólogo… o al logopeda, no lo tengo claro
- No lo sé doctor, me da reparo
- Pero pretenderá volver a estar sano ¿Verdad?
- Claro, claro. Ahora mismo solo pienso en eso
- ¿Hace vida normal?
- Lo intento, pero antes de abrir la boca he de pensar mis palabras, hablo bastante lento, parezco tonto
- No se desanime hombre, esto será transitorio, ya lo verá
- Dios le oiga doctor
- ¿Todos bien en casa?
- Sí, por desgracia. Ya sabe; los hijos se ríen de mi problema y su madre… en fin, para ella solo intento llamar la atención. ¡Llamar la atención a mi edad! Si yo solo aspiro a tener algo de paz en mi propia casa.
- ¿Y le afecta en el trabajo?
- Me he adaptado
- ¿Dónde trabaja?
- En el mercado, soy carnicero
- ¡Vaya! ¿Y cómo lo hace?
- Fingiendo toser cada vez que me atasco. Lo peor será el domingo en el partido…
- ¿Y eso?
- ¡No podré gritarle al árbitro! Seré incapaz de ofender a los contrarios. Ya sabe, las peores palabras…
- Sí, me imagino dos o tres
-¡O diez!

Ambos rieron. Por primera vez desde hacía tres días el hombre se olvidó de la extraña enfermedad. El médico jamás había visto nada parecido, por eso fingió escribir largo rato en el ordenador. La idea era deshacerse del hombre lo más rápido posible. Tenía demasiados pacientes normales y corrientes en la sala de espera como para perder el tiempo con tonterías.

-Entonces haremos esto: antes de irse pida hora a la enfermera para ver al especialista.

Poniéndose en pié y tendiéndole la mano dio la visita por finalizada. El paciente le miró algo decepcionado.

- ¡Anímese hombre! Ya verá como no es nada
- Ya

Tal y como le ordenó el doctor, nada más salir el hombre se dirigió al mostrador donde la agria enfermera le atendió sin levantar la vista de la pantalla
- ¿Para el doctor García? ¿Le va bien el viernes doce?
- ¿El doce? ¿No podría ser antes?
- No señor
- Entonces el doce

La enfermera empezó a teclear

-¿Nombre?

Con resignación y timidez el hombre le respondió

- Ag stín H rtado R iz.

El profeta en gabardina

Yo estuve aquel día. No diré que fuese el nacimiento de un mito, porque el rumor corría de boca en boca hacía ya tiempo, propagándose como un virus por toda Inglaterra, pero sin duda el 15 de mayo de 1965 tuvo algo que ver en todo aquello.
Durante toda la semana no hice más que pensar en cómo invitar a Melissa al concierto. Había hecho horas extra en la tienda de mi padre durante casi un mes, y ahora que tenía las entradas no me atrevía a pedírselo. Decidí intentarlo a la salida del instituto, después de buscar una y mil veces la manera más apropiada de dirigirme a ella. Finalmente aproveché el momento en que se quedó sola de camino a su casa, y cuando le dije que me sobraba una entrada no pudo disimular su alegría. Entre saltitos y palmadas quedamos el viernes a las seis en la puerta del Flamingo. Yo ya contaba con acompañarla todo el trayecto, pero me conformé pensando que tenía entradas y chica para el acontecimiento del año.
Aquellos días tuvieron 30 horas para muchos jóvenes como yo. En la escuela no dejaba de restar minutos, alternando mi atención entre el reloj y Melissa, buscando por su parte cualquier señal de ilusión e impaciencia sin éxito aparente. Tiempo después me confesó que ella estaba aún más nerviosa que yo, negociando con sus padres y decidiendo qué ropa apropiada para la ocasión pasaría la estricta censura doméstica.
El viernes decidí no ir a la escuela. Mentí a mi padre sobre unas jornadas de estudio antes de los parciales, y me pasé toda la mañana escuchando a Dave Clark, The kinks y los Who. Llegué a Leicester una hora antes de la cita para asegurarme de que el club seguía allí. Decidí esperar a Melissa en la puerta de la estación, que a aquella hora ya parecía una madriguera de hippyes. Empezaba a impacientarme cuando la vi subir las escaleras con dos amigas. Mi moral rozó el suelo al pensar que tendría que compartirla toda la tarde, pero la gran sorpresa fue cuando despidiéndose de las dos chicas me cogió del brazo, sonrió y tiró de mí hasta que comencé a caminar tras ella calle abajo. Miraba sus caderas como lo haría un asno con la zanahoria al final de la caña. Estaba preciosa con aquella cara pecosa y sus dos trenzas bailando alrededor de la cabeza. Mientras ella hablaba de sus amigas, del vestido con el que sus padres no la habían dejado salir y de toda una serie de temas inconexos que enlazaba sin descanso, yo me limité a mirarla hipnotizado, decidiendo el nombre de cada hijo que tendríamos. Algo me decía que aquella tarde pasaría algo, que nunca olvidaría aquella cita, aquel lugar y aquel momento.
La gente se asomaba a los balcones y salía de las tiendas para ver aquella horda de jóvenes con ropas extrañas y peinados rabiosos. Algunos sonreían, otros blasfemaban contra la marabunta de subversivos que casi todos los viernes cruzaba desafiante el barrio. ¡El circo de los inadaptados ha llegado a la ciudad! Entre canciones y gritos llegamos a la entrada del Flamingo. Antes aproveché para invitar a Melissa a un helado, mientras ella hablaba de los exámenes y yo me dejaba seducir como un adolescente en plena efervescencia hormonal.
Fue entonces cuando lo vi por primera vez. Al principio fue una mirada fortuita, pero después observé sin disimulo al hombre que paseaba junto a nosotros. Todo en él desentonaba; la desproporcionada gabardina, las gruesas gafas de concha, el pelo grasiento pegado a la frente y sobretodo la pequeña libreta de la que no levantaba la vista. Mientras andaba sus labios se movían como si recitase algo en voz baja. Lo miré extrañado hasta que la voz de Melissa me rescató de mi aturdimiento y al fin pudimos entrar al recinto. Todo estaba preparado para la actuación como en una misa pagana: el telón, las luces, las voces y los corazones cada vez más acelerados. La gabardina y su dueño se situaron a poca distancia de nosotros.
El hombre estaba tenso, inmóvil. Pensé en la mujer de Lot convertida en estatua de sal, pero aquel individuo no había mirado ninguna ciudad en llamas, de hecho tenía los ojos cerrados. Casi me pareció menos desequilibrado cuando susurraba mientras escribía obsesivamente en su libreta.
Todos mis pensamientos desaparecieron cuando las luces se fueron apagando. Melissa me estrujó el brazo hasta hacerme daño, y en ese momento me convertí en el único hombre en la sala. Todo era por y para mí; cada nota, cada palabra. Durante dos horas yo también cerré los ojos y vi… sentí. Tal vez fuese el momento, o tal vez el ácido que compartí con Melissa (¿Soñé o me había besado?), pero durante un momento todo se paró. Una extrema lucidez me convirtió en el centro del universo. Por un instante fui yo a quien todos aclamaban, quien embelesaba a cientos de personas con su don y cuya fotografía acaparaba las paredes de Londres en cada esquina.
La euforia que todos sentimos al acabar el concierto se convirtió en humedad mientras avanzábamos por Coventry hacia la estación. Creo que cada uno de los que estuvimos aquella noche sentimos algo parecido, algo que se volvía más lejano e irreal conforme nos alejábamos del Flamingo.
Iba a decirle algo a Melissa cuando reconocí la gabardina que caminaba frente a nosotros. De nuevo aquel tipo escribía sin descanso mientras un sexto sentido le hacía esquivar los obstáculos y las personas. De haber sido algo más suspicaz hubiese pensado que toda la tarde nos había estado vigilando él a nosotros. Mi recelo aumentó cuando le vi subir en nuestro mismo vagón. Sin embargo era yo quien le escrutaba preguntándome quién era, qué hacía allí, hacia dónde se dirigía. Llegué a pensar en seguirlo, pero creí más prudente acompañar a Melissa a su casa. Tal vez me lo agradeciera en el porche si su padre no merodeaba por allí. De todas maneras no necesité seguirlo, porque bajó con nosotros en King´s Cross, aunque algo en su actitud había cambiado. Por primera vez pude ver unos ojos pequeños y asustadizos tras los cristales ahumados. Miraba nervioso hacia todas partes. Durante un segundo nuestras miradas se cruzaron, aunque al instante desvió la suya para desaparecer a paso acelerado.
Noté que Melissa tiraba de mí. De nuevo las amigas aparecían en escena para llevársela a casa y dejarme sin regalo de despedida. Pero la Navidad de aquel año se adelantó a Mayo, aunque no fue precisamente Santa Claus quien me acarició los labios con un beso que prometía muchos otros. Supongo que sería el rojo de mis orejas y mi cara de sorpresa lo que provocó las risilla disimulada de sus amigas, pero no me importó en absoluto, todo había sido perfecto.
Después de despedirnos avancé a solas por los túneles, bajo la luz de los fluorescentes y los ecos de los últimos trenes. Perdí la máscara de bobo enamorado al bajar al andén y encontrarme a unas pocas yardas con el hombre de la gabardina. Ya había oído mis pasos acercándose y me esperaba, o eso pensé yo, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida. Creí reconocer en él una expresión de alivio al verme aparecer. Al instante sacó un objeto metálico del bolsillo mientras instintivamente yo daba un paso atrás. Sin percatarse de mi temor miró a la pared y comenzó a escribir algo con un spray de pintura. Parecía tener más prisa que destreza, de manera que a los pocos segundos guardó de nuevo el spray y siguió su camino sin volver la vista atrás. No me moví hasta que el sonido de sus pasos desapareció. Avancé lentamente mientras las grandes e irregulares letras aún goteantes iban tomando forma frente a mí.
Tres palabras. El hombre de la gabardina había resumido en solo tres palabras lo que nadie aquella noche se habría aventurado a describir. En pie frente al muro las recité mentalmente una y otra vez, hasta que salieron de mi boca en un susurro: “CLAPTON ES DIOS”.

Esperanza

En algún momento debió ser una mujer hermosa. Pero hoy, lo que el tiempo le ha robado ella lo suple con una doble capa de maquillaje, una falda algo más corta y un escote algo más osado. Sus tacones, su brillo de labios, su pelo rojo y rizado... todo en ella es artificial.
Siempre llega a la misma hora, cuando el local aún no está muy lleno. Se sienta en el mismo rincón y pide un Dry Martini. Es entonces cuando me doy cuenta desde este lado de la barra que ha perdido algo. Pasea su mirada de un lado a otro, como buscando a alguien. De repente alza la barbilla como si lo hubiese encontrado, pero al instante baja de nuevo la vista y toma otro trago.
Pasa así cada noche desde que entré a trabajar aquí. Nunca hablamos. No necesita conversación, o al menos no la busca. Jamás bebe más de la cuenta; se dedica a masturbar el vaso entre pitillo y pitillo hasta que se calienta. Entonces lo aparta y me busca con la mirada para que le sirva otro.
Soy incapaz de suponer su edad. Su rostro me da una cifra, pero sus pechos la desmienten. Sus manos acarician la copa como una adolescente, pero su mirada parece cargar con demasiados recuerdos.
Alguna vez ha de deshacerse del beodo de turno que la confunde con una mujer fácil en busca de aventura, pero ella no persigue eso, ya tuvo bastante pasión tiempo atrás.
Se los quita de encima diciendo que espera a su hombre. Un hombre maravilloso que se la llevará a algún exótico país de playas vírgenes y personas sonrientes. "Estará a punto de llegar". Pero nunca llegan; ni el hombre, ni las playas ni las sonrisas. Aunque a veces parece que pueda verlos en el fondo de su copa.
Estoy convencido de que echa de menos algo que nunca poseyó. Tal vez un hombre bueno, tal vez papel pintado en una habitación azul. No estoy seguro de que este sea el lugar más adecuado para encontrarlo, pero ella vuelve aquí cada noche.
Hoy he hablado de ella con el jefe. No recuerda cuándo vino por primera vez. Le he preguntado si sabía su nombre. Sin levantar la vista de lo que estaba haciendo y con un leve suspiro me ha dicho: “Llámala Esperanza”.

jueves, 10 de enero de 2008

¿Por qué será?

Permítame, pensativo lector, que abra un nuevo apartado en este diario de a bordo para cuestionarme algunas preguntas que desde siempre me han atormentado y que inexplicablemente nadie ha podido a día de hoy resolver... como diría Monzó... El perqué de tot plegat.

Comencemos por el maravilloso (a veces) mundo de las madres;
¿Por qué SIEMPRE se acuerdan de algo sumamente importante cuando estamos saliendo por la puerta? Hemos estado catatónicos toda la tarde en el sofá, y al salir con prisas escuchamos el "espera espera" seguido de cualquier encargo, chafardeo o comentario de última hora.
Dicen que las madres tienen un sexto sentido, y es verdad... No hay nada que más rabia me dé que hacer algo por voluntad e iniciativa propia (digamos por ejemplo poner la mesa, fregar los platos o tender la lavadora), y es precisamente en ese momento cuando desde la otra punta de la casa oímos "Neneeeeeee! pon la mesaaaaa"... ¡Jesús, tienen un detector/inhibidor de iniciativa! Notará, amigo lector, que en ningún momento he mencionado al padre de familia, que sin duda estará escondido tras un diario o haciendo ver que presta atención a un soporífero partido de tenis...

Otra pregunta me asalta cada vez que escucho determinadas canciones en la radio: ¿Por qué cuando en la radio suena Sultans of swing de Dire Straits o Hotel California de los Eagles el locutor de turno las corta justo cuando empieza el último riff de guitarra? ¿No saben que es lo mejor de la canción? ¿O es que las programas a propósito para que coincida con las señales horarias?

¿Por qué es tan difícil comprar un champú? Antes solo había que escoger entre normal y anticaspa. Después apareció cabello normal o graso, más tarde rizado o liso, teñido, puntas abiertas, con vitaminas, suave y sedoso, acondicionador, 2 en uno, tres en uno, seis en cuatro... y después de juntar, separar y mezclar todas estas características, van y te sueltan los de aroma cítrico o a menta... ¡Vamos hombre! ¿Qué es esto? ¿Una cabeza o un postre de Ferrán Adriá?

¿Por qué en pleno siglo 21 los anuncios de detergente siguen siendo tan anticuados y carentes de innovación?

¿Por qué encuentro aparcamiento justo delante de casa el día que necesitaré el coche dos horas después? (Testado científicamente)

Comprensivo lector, prometo seguir bombardeando este-su-espacio con los porqués que siempre hemos querido saber y no se han atrevido a respondernos.

Control + Z

¿Se imagina, querido lector, que pudiésemos deshacer cualquier acción pasada? Igual que con los programas con los que trabajamos cada día, que con un par de teclas anulásemos nuestro último acto. ¡Dios! Un mundo de segundas oprtunidades...
Ctrl + Z es el arrepentimiento, una gran cagada, un beso desviado en el último segundo, una palabra de más. Ctrl + Z es perder el miedo a meter la pata, la despreocupación, la espontaneidad.
Deshacer lo hecho para volver a empezar, destruir lo creado para abrir nuevos caminos. Una puerta que se abre.
¿Qué hay más difícil en esta vida que tomar decisiones?
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