sábado, 19 de enero de 2008

Los suburbios del alma (I)

¿Cómo puede un hombre saber cuándo ha tocado fondo? ¿Cómo decidir si es posible ahogarse un poco más en la inmundicia en la que él mismo se ha adentrado sin haber comprobado antes la profundidad?

Tales pensamientos martilleaban la cabeza del joven mientras trataba de enfocar cada elemento de la habitación. Sabía que se encontraba en un hotel, que había llegado a la ciudad la tarde anterior para acudir al simposio anual de la empresa, y que después de la cena había salido a tomar unas copas, pero eso era todo. A partir de ahí todo estaba borroso. Se fijó en el cuadro torcido de la pared, el televisor encendido aunque mudo, en la silla tumbada y en los papeles que cubrían el suelo como una alfombra persa de tinta negra. ¿Papeles? ¿Eran todos sus documentos los que estaban esparcidos por toda la habitación? El maletín abierto boca abajo sobre la mesa así lo presagiaba. Lo primero que pensó fue que le habían atacado, o robado. Pero ¿Qué esperaban encontrar? ¿Se habían llevado algo? ¿Sus informes? Había tardado meses en seleccionar, ordenar y documentar todos los datos que representarían el buen funcionamiento de la empresa frente a los inversores.
Aquello era grave, muy grave. Pero entonces, ¿por qué no le importaba? ¿Cómo podía ser que hasta le hiciese gracia aquel desastre? Lo comprendió al fijarse en los restos de polvo blanco que cubrían el maletín. ¿Drogas? Creía que ya había superado esa fase. ¿Qué podría haberle impulsado a hacer algo así? Un destello, más bien un mazazo de realidad le mostró una instantánea de la noche anterior. Un vestido negro, una melena pelirroja, un tatuaje en el tobillo. ¡Aquella mujer! Miró a su lado, pero la única prueba de su particular fiesta eran las sábanas revueltas y los restos del perfume que inundaban la almohada.
Decidió que aprovecharía el efecto de lo que se hubiese tomado, puesto que el daño ya estaba hecho, y que aquella forzada tranquilidad la emplearía en tratar de recordar qué había pasado durante la noche. Tomó una bocanada de aire y no lo expulsó hasta pasados unos segundos.

Lo último que recordaba era la cena en el centro de convenciones. Reconoció a alguien de su oficina. Ahí estaban los representantes provinciales de cada sucursal, unos cuantos gerentes y el vicepresidente, que disculpó la ausencia del gran jefe por motivos de salud, aunque todos en la sala intuían que la causa fuera más probablemente un fin de semana de esquí con la querida de turno. Todo transcurrió con normalidad, y al acabar alguien propuso salir a tomar unas copas “para relajarse después de tanta cifra”. En realidad lo único que le apetecía era volver al hotel, preparar la presentación del día siguiente y dormir todo lo que los nervios le permitiesen. Pero era en aquellos encuentros más informales donde podía conseguir una mayor información; contactos, clientes… cualquier cosa que justificase las dietas de aquellos días.
No habló con nadie en todo el trayecto, detestaba a aquella gente, pero estudió a cada una de aquellas personas, reconociendo enseguida al fanfarrón omnipresente en cada grupo de trabajo, al desesperado cuyo puesto pende de un hilo, fácilmente distinguible por la falta de sutileza a la hora de obtener información. Un par de mujeres jóvenes, aunque demasiado arregladas para su gusto, desplegaban todas sus armas con el mismo fin, bien cerca de aquellos que parecían tener unas cuentas de clientes más extensas. Aquel espectáculo le hizo pensar en una jauría de lobos hambrientos dispuestos a despedazarse por un pedazo de carne. Tales pensamientos ocupaban su mente cuando se vio dentro de un bar demasiado oscuro y con la música demasiado alta como para mantener cualquier tipo de conversación, y mucho menos laboral. Así que para no ser el primero en marcharse y parecer el agente aburrido que en realidad no era, decidió sentarse en el rincón más alejado de la barra, y como de costumbre pidió un Gin Tonic. Transcurridos unos veinte tediosos minutos que aprovechó para consultar su agenda, y justo antes de decidirse a abandonar aquel deplorable antro, alguien le tocó la espalda, y al girarse quedó mudo de asombro al observar la escultural mujer que se dirigía a él. Tardó aún unos segundos en reaccionar, y fingiendo una seguridad de la que en realidad carecía pronunció un “hola” que no le convenció en absoluto. La mujer movía los labios, pero la música impedía oír sus palabras, así que decidió levantarse y acercar su cara a aquella melena:
-Perdona, ¿Cómo dices?
La mujer se separó de él y con expresión de asombro se dirigió al camarero, a quien estaba hablando desde el principio.
Notó entonces como se ruborizaba, y decidió evitar el ridículo marchándose apresuradamente.
-Idiota, eres un auténtico idiota.- No dejaba de recriminarse.
Mientras esperaba un taxi no dejaba de dar patadas al semáforo. No quería estar allí, no quería ni el trabajo ni el traje al que no se acostumbraba.
-¡Oye!... ¡perdona!
Se resistía a creer que fuera la mujer del bar la que corriese hacia él. Como medida de protección frente a otro desengaño se dijo que tal vez quisiese sencillamente que le cediese el taxi, a lo que sin duda accedería.
Pero al llegar la mujer junto a él y mostrarle una sublime sonrisa, sus dudas se disiparon.
-Te has dejado esto- dijo tratando de recuperar el aliento y tendiéndole la agenda.
-Gracias – No se le ocurrió nada más que decir, aquella mujer le había hipnotizado por completo.

¿Qué había ocurrido después? No podía recordar nada, a cada instante la cara de la mujer aparecía más y más borrosa. ¿Cómo se llamaba? ¿De qué habían hablado?, y lo que es más importante… ¿qué habían hecho esa noche además de destrozar la habitación? Pensó que lo mejor sería darse una ducha y estudiar la situación. Al tratar de incorporarse todo comenzó a dar vueltas, sintió que los ojos se le cerraban y que las pocas fuerzas sobrantes de la intensa actividad nocturna le abandonaban. Se dobló con la primera arcada, y al fijar los ojos en el suelo pudo comprobar que realmente se lo había pasado bien aquella noche, como atestiguaban los tres preservativos amontonados sobre sus zapatillas.

Se tumbó de nuevo sobre la cama, con la vista clavada en el techo, mientras trataba de recordar algo, un solo detalle. Era imposible no recordar nada, todo aquel escenario apuntaba a una noche desenfrenada de alcohol, drogas y sexo con una desconocida. El desorden, las botellas, los condones, la ropa escampada en cada rincón. El sujetador de la mujer aún colgaba de la lámpara, y el resto de su ropa descansaba a jirones junto al televisor, en el que irónicamente una pareja hacía el amor como si en ello les fuera la vida.

De nuevo aquel mazazo de realidad. ¿Qué hora era? La televisión no emite ese tipo de contenidos por la mañana. Por otra parte ¿qué mujer huiría de una habitación de hotel sin su ropa? Le empezaba a doler la cabeza, así que decidió pensar rápido. Según su nublada lógica había dos opciones: o la mujer se había marchado disfrazada de hombre con la poca ropa que pudiera encontrar en el armario, o…

La siguiente opción le hizo sentir un escalofrío, porque pensó que tal vez la mujer siguiera en la habitación. Si era así solo podía estar en el aseo, cuya puerta no podía ver desde la cama. Contó hasta tres y cerrando los ojos se levantó poco a poco, y una vez seguro de que podía mantenerse en pie los abrió y se dirigió lentamente hasta la puerta. La encontró entreabierta y con la luz encendida. Sin atreverse a asomar la cabeza golpeó suavemente con los nudillos tres veces.
-¿Hola? – No hubo respuesta
-¿Hay alguien? – Silencio
Decidió entonces entrar, abriendo la puerta lentamente. Nadie, tan solo el rancio hedor a vómito mezclado con los restos de las botellas esparcidas, y de nuevo polvo blanco sobre el mármol. Un ligero mareo le obligó a salir de allí. Aquello era cada vez más raro. ¿Dónde estaba su reloj? ¿Cuánto tiempo había dormido? Desde aquel punto el estado de la habitación era aún más deplorable. Algunos papeles se le habían pegado en los pies desnudos. Las cortinas no dejaban pasar ni un rayo de luz. No sabía si era de día o de noche, así que se dispuso a abrirlas decidido a no sorprenderse ya por nada más. Pasó por delante de la cama y antes de alcanzar la ventana tropezó con algo que le hizo caer y golpearse la frente con la pared. Se llevó una mano a la cabeza mientras con la otra buscaba el objeto con el que había topado. El dolor despareció en el momento en que tocó una piel fría. Lentamente giró la cabeza y lo primero que vio fue el tatuaje, una rosa de los vientos, en el tobillo de la mujer con la que había compartido la noche y al parecer mucho más. El cuerpo yacía en el suelo junto a la cama, de lado, con los brazos extendidos hacia delante y la cara oculta por la desordenada melena. Se arrastró hasta ella y le apartó el pelo, para ver sus ojos en blanco, abiertos de par en par. Un leve hilo de sangre seca le unía la hermosa nariz con los labios, rodeados por una mancha de espuma que le otorgaba un aspecto extraño, casi cómico de no ser por el dramatismo de la situación. No necesitó tomarle el pulso. Se quedó en blanco, su cerebro se desconectó, impidiendo cualquier emoción, sencillamente dejó de sentir. Abrió las cortinas y comprobó que era de noche, ¿pero de qué día? No importaba. Se sentó en el borde de la cama y así estuvo durante lo que parecieron horas. No oyó el insistente teléfono, ni los pasos y las llamadas a la puerta. Vio entrar al gerente del hotel con tres personas más, cuyas caras se descompusieron al ver aquel lamentable espectáculo. Se dio cuenta de que estaba desnudo, pero no le importó. Cerró los ojos y se desmayó sobre la cama.
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