Todos tenemos uno, un lugar especial al que volvemos o en el que pensamos cuando nos abate el inevitable estrés de la vida moderna. El mío es una conjunción de lugar y momento, a esa hora de la tarde en que el sol va desapareciendo tras las montañas y los aviones cavan etéreas cicatrices en un cielo que poco a poco va cambiando de color, confundiéndose a lo lejos con la línea del horizonte dibujada por el mar.
Es el momento en que bandadas de gorriones, jilgueros o escandalosas gaviotas buscan un sitio mejor para pasar la noche, mientras algún altivo verderón se despide a gritos desde lo más alto de las copas de los pinos que tengo a unos metros.
Mar, montaña, cielo... y yo observándolo todo desde mi tumbona en la privilegiada atalaya que es la terraza de un cuarto piso, mientras alguno de mis artistas favoritos actúa para mí en el selecto club del MP3. No ha habido ni habrá rey con mejor trono.
Algunos niños juegan y las parejas buscan algo de intimidad a la orilla de un mar sereno. Yo mientras tanto recuerdo el mismo lugar hace ya alguna década, y me veo jugando con la pandilla, pidiendo a gritos la merienda o haciendo prometedores planes para el día siguiente.
Empieza a hacer frío y el hechizo se va rompiendo, y yo espero que mañana siga el buen tiempo y a la misma hora pueda sentir lo mismo, tratando de recordar cada detalle para poder revivirlo cuando esté lejos. No puedo pedir más... tal vez compartirlo.