Estas son unas líneas sobre algo que me viene rondando la cabeza hace tiempo, un breve divertimento para pasar una tediosa tarde de trabajo...
El día que el Turco encontró a Nora no empezó de manera diferente a cualquier otro día en los últimos 6 años. Como cada madrugada la sombra del pescador era la primera en llegar a la playa por la calle de los Furtivos, cargado con los aparejos y cebos que había preparado meticulosamente antes de acostarse.
El hábito tomado durante tanto tiempo le permitía al Turco deslizarse entre las barcas varadas en la arena con seguridad felina, donde cualquier otro no podría haber avanzado ni dos metros sin la ayuda de un fanal.
En el rincón más alejado de la cala esperaba la Tatlica, rodeada de redes rotas, boyas descoloridas y piezas sobrantes de antiguas reliquias que en algún momento navegaron seguras y orgullosas por aquel litoral.
Su vieja y desconchada barca parecía un elegante balandro en comparación con el cascarón que era cuando la compró por cuatro reales que le pedía por ella el viejo Balcells, un veterano pescador con demasiados años a la espalda para poder seguir viviendo del mar.
Durante cinco semanas se pasó el Turco todas las horas de luz en la playa lijando, puliendo y calafateando, tratando de cambiar el lamentable aspecto de la embarcación. Los días que la lluvia o el viento hacían imposible cualquier tarea al aire libre aprovechaba para rentabilizar su otro don: la madera, realizando todo tipo de trabajos (muebles, figuras talladas, arboladuras, palas y todo tipo de piezas para las barcas de sus vecinos). Tal era su habilidad y reputación que bien podría haberse ganado sin apuros la vida en su pequeño taller, pero para el Turco la madera no era sino un pasatiempo con el que mantener las manos y la cabeza ocupadas. Su felicidad empezaba cuando cada mañana el agua le llegaba hasta las rodillas mientras empujaba su barca dentro del mar.